Hoy, “se supone” que sería un día de celebración. Y lo es. O, al menos, así decido que sea.
Tal vez la razón ahora tenga otro matiz y los motivos hayan mutado. Lo cierto es que aquel festejo le empieza a dar paso a una nueva forma de conmemoración.
Cuando llegó la hecatombe, poco sabía dilucidar que este día ocurriría. La vida se nubla y parece que el final nunca se avizora. Se quiebra hasta el último centímetro del alma y el aire se torna denso, espeso, con olor a nunca jamás. Se viene una ola de emociones que arrasa con todo a su paso y apenas te permite respirar.
Claro que comienzas a cuestionarte, a intentar buscar respuestas a interrogantes que desde hace mucho ya estaban respondidas, pero que prefería ignorar. En el fondo, sabía que ese día iba a llegar y solo prolongué la agonía, quizá por temor, quizá con la esperanza de revertir el final, en un intento absurdo por controlar el destino. No hubo tiempo, esta vez el reloj fue cruel.
Y, entonces, sin quererlo, vas caminando al vacío, como quien ha firmado su sentencia de muerte y le llevan del brazo hacia la horca. Te desplazas por inercia, desconoces el rumbo, el día empieza a carecer de sentido y las voces te aturden. Sigues caminando, sí. Aunque quisieras parar, retroceder, tan solo volver segundos atrás para tratar de evitar lo inevitable, pero sabes que el trance ha iniciado y no hay retorno posible.
¿De dónde apilo fuerzas para continuar? Me pregunto, mientras veo a mi alrededor una profunda oscurana que me va cobijando hasta lograrme asfixiar. Cedo sin reaccionar y dejo que ese hilo negro vaya haciendo surcos en mi piel y envuelva cada espacio de mi ser. Me entrego sin resistencia y solo me permito sentir. Pasan las horas, los días, semanas, y mi único apetito se resuelve entre sábanas. La ausencia se vuelve real y los recuerdos no paran de volar. En cada rincón hay huellas de la que alguna vez fue la mayor felicidad.
Tengo mucho por hacer, mucho que ordenar. Decido parar, decido encapsular el dolor y reservarlo para después, como si fuese posible verterlo en un gotero y dosificar el sentir para que tan solo 10 gotas al día sean suficiente. Y así me engaño por un rato, me hago creer que estoy bien y que en nada me afecta lo sucedido. Por supuesto que soy la fuerte, nada me perturba ni es capaz de derrumbarme. ¿Por qué me cuesta tanto ser vulnerable? ¿Qué hay de malo en no poder esta vez?
La gente y sus impertinencias: “¿Dónde está?”, “¿Cómo está?”, “Mándale saludos”. Vaya y lo saluda usted, tiene su número. ¡Qué fastidio!
Descubres que ya no soportas dar explicaciones y que la herida sigue viva, que el gotero parece no estar funcionando y que en cualquier momento volverás a una sobredosis. Y llega, intensamente se apodera de tus fibras y te deja inmóvil por un rato más.
La soledad se vuelve ambivalente: unos días es la respuesta, otros, la consecuencia. Me había olvidado tanto sentirla que se convirtió en una extraña, ajena a mis días. Aunque siempre he amado ser tan solitaria, renuncié a tantos espacios que hasta ella se me volvió inalcanzable. La reconciliación entre nosotras se hizo presente, de a poco, un recuerdo a la vez. Redescubrirnos desde los encantos de la presencia propia significó una aventura mágica que resulta complejo describir. Pero, pasó. Y ahí estaba volviendo a verme, a sentirme, a encontrarme en mí.
La incertidumbre del futuro empieza a hacer estragos y te desespera encontrar certezas. Intentos de control que terminan en tropiezos que agudizan la aflicción. Quieres correr aún con los zapatos entrelazados, te esfuerzas en llegar a una meta que ya se ha desdibujado y te sigues negando a aceptar. Y como la vida sabe perfectamente sus jugadas, te devuelve de un soplido a la línea de salida para que entiendas que ahora solo puedes avanzar un paso al compás.
En ese instante, decido simplemente observar. Volteo a admirar lo vivido y me invade una profunda frustración por lo no alcanzado. La tristeza de los sueños muertos. El espejismo de una vida idealizada convertida en cenizas. Ya no es, ya no somos, ya no seremos.
Es momento de resignificar la traición y convertirla en compasión, en perdón. Entender que confundir afecto con amor solo habla del profundo vacío que atraviesa quien nunca ha sabido mirarse en soledad con ojos de valor.
Hay cosas que mueren antes de morir. Hay verdades que liberan y hay quienes siempre serán prisioneros de la mentira, de un falso sentir, de una vida que solo le pertenece al engaño porque no se atreven a mirar dentro de sí toda la oscuridad que les habita.
Es momento de resignificar el amor. De entender que dar sin medidas también me vacía y me imposibilita recibir. De decirle sí a los límites que busquen resguardar mi paz. De nunca volver a renunciar a mí. De mirarme, de mirarme con amor. De saber que soy mi mejor aliada y mi mejor inversión. De reconocer que estoy haciendo mi mejor esfuerzo y que lo estoy logrando. De saberme merecedora de amor y bondad. De comprender que por más que lo intenten, mis sombras jamás se apoderarán de mi ser. De abrazar mis errores y aprender de ellos. De brillar y de ser luz. De crecer, de caminar, de disfrutar el paisaje. De cantar, bailar, brincar, gritar de alegría. De redescubrirme y entenderme en terapia. De sanar. De volver a sonreír. De darme nuevas oportunidades para ser feliz.
Hace poco, alguien especial me invitó a un centro de bateo. Sabía que cuando era niña jugaba béisbol y le emocionaba la idea de hacerme revivir el momento. Tenía más de 20 años que no hacía un swing. Fallé los primeros lanzamientos. Al tercero, conecté un hit. Supongo que la vida va de seguir abanicando hasta encontrar el pitcheo que te permita sacarla de home run. Mientras tanto, yo seguiré en la caja de bateo.
Hoy, cumplo 27 días sin llorar por un desamor.
Hoy, cumplo 27 días volviendo a sonreír.
Hoy, cumplo 27 días amándome profundamente y siendo feliz.
Sí, es un buen día para celebrar.